A los nueve años me pusieron gafas por primera vez. Para entonces me pasaba varias horas al día dibujando. Mi miopía fue aumentando hasta que, con 19 años, el deterioro de mis ojos me llevó a padecer miodesopsia, un mal común a partir de los 60 años. No tardó en llegar el pronóstico al terminar mi carrera: estaba perdiendo la visión progresivamente y no se podía hacer nada. Y entonces desperté y quise verlo todo. Viajé, escalé montañas, di conciertos musicales, edité revistas y hasta me sumergí entre medusas. Ahora, con fotopsias multicolores, esclerosis nuclear y el vítreo desprendido de la retina, me quito las gafas y sólo puedo ver la distancia de una mano. Pero esa mano se vuelve un puño que da un golpe en mi mesa. "Sigue. La vida es corta, la lucha es diaria. Ahora o nunca". Y aquí estoy, haciendo planes imposibles, compartiendo con desconocidos mi rincón creativo y jurando que podré dibujar mientras mi memoria recuerde cómo se mueve un lápiz.